Taquería Juárez
María Guadalupe Espinosa acompañó a su esposo de Querétaro a Monterrey en los años 40. Afuera del Mercado Juárez comenzó a vender ocho enchiladas por un peso junto a su hija, Rebeca Servín. Ese puesto habría de convertirse en uno de los restaurantes de mayor importancia histórica para la ciudad, cuya tradición continúan hoy sus nietas, Laura Gerardina, María Guadalupe y Rosa Isela. Las mujeres opinan que el crecimiento del centro urbano y la “época privilegiada” fueron parte del éxito del negocio, aunque los comensales que continúan llenando el lugar a diario seguramente dirían que es la comida de la Taquería Juárez lo que la hace única.
Las hermanas Rodríguez recuerdan que el transporte las dejaba todos los días después de clases en la Taquería Juárez, por donde entraban para ir a su casa. Los empleados y clientes las conocían y cuidaban. Las veían ir por su plato para buscar a su abuela, quien les preparaba la comida en el negocio, y luego tomaban un refresco. Otros días compraban un veinte de masa y les vendían sopes y gorditas con queso y frijoles a los trabajadores.
Fueron cinco hijas. Verónica, la segunda más joven, reside en Estados Unidos; otra hermana falleció. Laura Gerardina, María Guadalupe y Rosa Isela recuerdan lo que les contaban su abuela y su madre pues ellas aún no habían nacido cuando el restaurante abrió en donde se encuentra desde hace casi 60 años.
Su abuelo murió a los dos años de mudarse a Monterrey, entonces la fundadora de la Taquería iba y venía en taxi para poner su puesto. Junto a su pequeña hija atendía a los clientes, quienes se sentaban en una larga banca, y volvía con el chofer del sitio que se encontraba frente al bar Lontananza. Rebeca se casó en 1958. Su esposo, Ernesto, continúa aún con sus ventas en el Mercado de Abastos. Se conocieron en el Mesón Estrella, donde se surtía la mujer. Él la llevaba a diario desde la Nuevo Repueblo hasta el centro, pero luego la familia se mudó a la vecindad que habría de convertirse en mitad casa, mitad restaurante.
Las tostadas se crearon por las tortillas rojas que se hacían duras y ya no servían para la enchilada, pero que doradas funcionaban muy bien. Los envueltos de picadillo nacieron a petición de un cliente y al final se introdujeron las flautas. La famosa salsa de aguacate es receta de la abuela, quien por mucho tiempo fue la única en prepararla. Limpiaba el cilantro rama por rama y le daba el último toque.
A pesar de que las hijas de doña Rebeca siempre han estado en el negocio, a todas les dijo que se prepararan, pues “no estaba de más”. Ella misma estudió secretaria bilingüe. Los vínculos que se crearon con los trabajadores desde hace décadas los hacen permanecer en la Taquería, opinan las tres. “Estamos agradecidísimas”, dice Laura Gerardina, “una vez le preguntaron a mamá si ella pensaba haber llegado hasta donde llegó y dijo que no. Fue nada más trabajar continuo. Eso no se nos debe olvidar nunca. Estamos orgullosas y sentimos una gran responsabilidad”.
¿Cómo empezó la Taquería Juárez?
Rosa Isela: La familia era de Querétaro. Juan Servín, medio hermano de mi abuelo, se vino a Monterrey y le empezó a ir muy bien. Le habla y mi abuelo se viene con mi abuela, María Guadalupe Espinosa, y mi mamá, Rebeca Servín. Ella tenía como ocho, diez años. Él empiezó a trabajar con un taxi.
Laura Gerardina: Ella trabajaba en una fábrica en Querétaro, telares Hércules. Cuando se vienen quiere seguir trabajando. Era hija única. Vendía marranos, pavos, guajolotes, frutas en caja, hacía mermeladas. Siempre fue muy inquieta.
RI: Se empieza a desesperar porque no tiene nada qué hacer y le dice a mi abuelo “Ponme, no sé, algo de comida”. En el Mercado Juárez antes se manejaban con jefes de piso y te daban oportunidad de tener un puesto. Por medio de un contacto de mi abuelo ponen uno afuera. Nos platicaba que estaba en la esquina de Aramberri y Juárez, donde era la parada de la ruta 1, los camiones que van a San Nicolás, la primera que hubo. Había mucho flujo de gente, eran unas banquetas grandes, como la Calzada Madero de antes.
LG: Calculamos que fue en el 45. Vendía enchiladas y después los taquitos de picadillo. Mi mamá se iba a la escuela y mi abuelita se iba a comprar todo y lo preparaba en su casa. Cuando llegaba mi mamá, se iban al puesto a vender, como a las seis de la tarde. Traía un comal de carbón. Le gustaba mucho cocinar.
¿Cuándo pusieron el restaurante?
LG: En el 60 se abrió en Galeana.
RI: El dueño de la vecindad les ofreció que si se animaban a comprar pero mi abuela no completaba. Creo que negoció, pudo juntar y ya. Mi mamá le decía que sí, que cuándo se iban a hacer de una casa. Para ellas era un compromiso bien grande. Hay gente que nos dice que empezó en la cochera, como tres mesitas. Me acuerdo que era una entrada. Del lado derecho había tres comales, luego empezaban las mesas. Se ensanchaba tantito y había una puerta que daba a la cochera de la casa. Nos poníamos a jugar ahí y veíamos a la gente sentada. La cocina estaba al fondo y se comunicaba con el patio de la casa. Después eran como quince mesas, con las sillas rojas. Poco a poco fue creciendo.
¿Cómo era su abuela?
RI: Ella aplicaba el reciclaje. Las latas de chile las guardaba y en estas fechas llegaba siempre una persona a comprárselas para los arreglos del Día de Muertos.
María Guadalupe: El cartón también.
RI: Los costales de papa vienen en arpilleras, hacía estropajos para tallar las ollas con eso. Decía “Todo se utiliza, todo sirve”.
LG: Una vez la vi llorar y me dice “El refrigerador se descompuso y se echó todo a perder. Me va a castigar Dios. Cómo voy a tirar tanta comida”. Le tocó estar en Querétaro al final de la Revolución y decía que era un hambre tremenda. Que veías muertos, personas que se caían de hambre en la calle. Para ella era importante cuidar el alimento.
¿Y su madre?
MG: Mi mamá tenía muy buena memoria. A veces había mucha gente esperando en el puesto y se quería pasar uno de listo y le decía a mi abuelita quién iba primero. Estaba al pendiente.
LG: Su abastecimiento era en el Mesón Estrella, por Guerrero, y en el Mercado Juárez. Iba a hacer los pedidos directamente y de las bodegas le mandaban. Escogía la mejor lechuga, todo. Esa parte siempre la cuidó bastante. Hasta hace poco, que subió el aguacate, el tomate, decía “No sacrifiquen la calidad, lo que cueste, pero que esté bueno”. Creo que eso le daba mucha tranquilidad. Siempre nos enseñó que para tener lo que teníamos había que trabajar. No nos preguntaba si queríamos ir. De la caja ella no se salía si no iba una de las tres mayores a cubrirla. Era crear ese compromiso, de cariño y cuidado. Nos decía “Si Fundidora, que era de hierro y acero, se acabó, que no se pueda acabar la Taquería Juárez”. Mi abuelita también.
MG: Alguien puso en Facebook que jamás había visto una dueña que trabajara más que un empleado sin embargo para ella eran obligadas las vacaciones. Se cerraba el restaurante 15 días porque eran para la familia. Íbamos a visitar a Querétaro y alguna parte del país. Pero ella no podía dejar sin supervisión y decía que no iba a disfrutar las vacaciones porque todos estaban trabajando y ella no.
¿Siempre han tenido a las cocineras al centro del restaurante?
RI: No creo que fuera consciente. Al principio mamá, desde que estaba en el mercado, la veían. Era de madera y el vidrio. Cuando hace la primera Taquería es igual. Era la plancha de cemento y sus vitrinas.
MG: Antes no eran así, estaba abierto. La gente hacía fila para pedir para llevar y metían las manos a los tambos de cueritos. Mi abuelita les daba un manazo, no creas que se detenía. Decía “No esté metiendo la mano, eso no se hace, ¿cómo sé que trae las manos limpias?”.
LG: Luego nos dimos cuenta de que es parte de la higiene y del atractivo turístico, también.
¿Cómo han llevado el negocio las diferentes generaciones?
LG: Toda la vida trabajaron las dos de la mano juntas, fue como una continuidad. Fallece mi abuelita y sigue mi mamá con nosotras.
MG: A nosotras nos involucran desde chiquitas. A los diez años sabes sumar, ya estás en la caja.
RI: O falta un mesero y tú tomas la orden.
LG: Yo me acuerdo que estaba llorando y con la comanda. Tenía como quince años. Le decía que me daba pena y me respondía “Pena es robar, ándele, vaya”.
RI: A mí de repente me tocaba que llegaban amigas de la escuela y yo tomando órdenes. Estás en la adolescencia y te da pena.
LG: Ese contacto que tuvimos desde chicas con la gente nos abrió las puertas.
RI: De todo nos pusieron a hacer. Pelar papa, deshebrar carne, enrollar flautas. Era tarea de cada una el papel encerado y el canela, que eran de empacar para llevar. Te vendían los rollotes y había un aparatito para cortarlo, ahí estabas en friega. Era todo un proceso de decirte cómo, no de a ver cómo te va. Era como una escuela.