Mina, N.L.

El municipio es más conocido por sus ruinas arqueológicas y los seguidores del fidencismo.
Redacción por: Cecilia Vázquez
Fotografía por: Martha I. Dávalos

 

El municipio es más conocido por sus ruinas arqueológicas y los seguidores del fidencismo, por lo que no tiene una amplia oferta para los comensales, sin embargo es hogar de una fruta buscada por muchos, aunque de esporádica aparición.

 

La investigación previa para ir a Mina no dio muchos resultados. Las personas, o no sabían a dónde ir a comer allí porque nunca habían ido, o me decían que no había nada de eso. Nada. Un parador en la carretera antes de llegar a Monclova, pero no mucho más. Google tampoco daba esperanzas. Mina se conoce por el fidencismo en la población de Espinazo y por las ruinas de la Hacienda del Muerto, no especialmente por su comida. Sin embargo, era claro que no podía no haber algo, así que fuimos unos días antes de la canícula, como si eso hiciera la diferencia en el calor.

 

En la plaza central, la de la iglesia y gobierno, había una paletería cerrada y varias personas sentadas a la sombra de los árboles. Se veía limpia y bien cuidada. Ante la presencia de una sola cámara digital, un policía con un arma de fuego al hombro se acercó a Martha para preguntarle de dónde veníamos, qué hacíamos ahí.

 

Fue un comportamiento que se repitió más tarde, cuando volvimos después de la comida. De nuevo un policía se acercó, esta vez con una libreta, a tomar nombres y  placas. Pidió identificaciones y nos prohibió seguir grabando, aunque la cámara no apuntaba a las oficinas gubernamentales. Cuando llegué yo a preguntarle si hacía eso con todos los ciudadanos que estaban en la plaza, el hombre cerró su libreta sin voltear a verme y se marchó.

 

Luis nos había pedido llevar revistas donde apareciera nuestro nombre en caso de que ocurriera algo parecido o peor. En Mina, como en muchas partes de México, la policía es a veces la que denuncia la presencia de “foráneos”, y no necesariamente a las autoridades competentes. Afortunadamente no hubo incidentes. Pero tampoco mucha comida.

 

 

Los tres restaurantes del pueblo
Volvimos a la carretera, ya que entre las calles de la cabecera municipal no había ni una casa que anunciara siquiera algo de comer. A los lados de la autopista vimos dos restaurantes, casi frente a frente, ambos de un color verde similar. Llegamos al que nos quedaba más de paso, el apropiadamente llamado Mina, que informaba ser “100% fam”.

 

Nos recibió la señora Rosa María Báez, quien, antes de sentarnos, prendió un abanico que daba a la mesa que escogimos. El lugar es mediano y bien iluminado, con cortinas de tela blanca. Tiene seis mesas, una de las cuales parece ser parte de un antiguo comedor, con todo y su juego de sillas. En las paredes hay cuadros de animales y de motivos bíblicos, y sobre el mostrador que divide la cocina con el área para comensales tienen una televisión analógica con su convertidor de señal.

 

Esa mañana había un señor comiendo solo. La señora Rosa nos trajo salsas y tortillas, vasos con hielos y refrescos. Pedimos machacado, chilaquiles y huevo en salsa. El machacado lleva aguacate, un lujo estos días, y Luis dice que el queso sabía muy bien. La salsa era picosa pero rica.

 

Nuestra cocinera y mesera resultó ser de Monterrey, igual que su familia, que también atiende el restaurante. Éste ha pasado por muchos dueños, unos tres calcula Rosa, pero los últimos diez años les ha pertenecido a ellos. Todos hacen todo, aunque su hermana es la cocinera principal. “Aquí empezamos porque mi hermana compró el restaurante”, platica “y nos dejó a trabajar, somos tres”.

 

Abren de 7:00 a 22:00 horas, de lunes a domingo, día en el que sirven menudo. Además preparan milanesas, carne al gusto, mole y enchiladas. Están en el kilómetro 34 y aquí asiste gente del pueblo pero también muchos traileros y otros que viajan por la carretera.

 

“Tengo mucho tiempo de vivir aquí, desde el 2001”, continúa Rosa, “siempre he trabajado en la cocina, me gusta mucho”. De su hermana cuenta que era empleada en un restaurante en Monterrey mientras que ella se dedicaba a vender tamales y hacer repostería. “Aquí de repente hacemos empanadas, diplomáticos. Son los choco flanes, que tiene flan arriba y chocolate abajo. Antes los teníamos seguido, nada más que yo me puse un poco delicada de salud me fui a Monterrey y acabo de llegar”.

 

Antes de irnos, la señora, de unos 70 años, nos informa que efectivamente en la plaza no hay dónde comer. Los restaurantes son el suyo, el de en frente y otro más, el Reyes, que en realidad es una cantina. No está segura si ahí sirven de comer porque nunca ha entrado. Es cristiana, asegura, por lo cual hace sentido el centro religioso que se encuentra justo al lado de su establecimiento. Pagamos menos de 200 pesos por todo y volvimos al sol.

 

 

La nieve de pitahaya
Fuimos al Museo Bernabé de las Casas porque había visto en línea que tenía un restaurante, El Parador, que ahora se encuentra cerrado. Volvimos entonces a la plaza a ver si la paletería ya tenía gente y a probar la nieve de pitahaya que nos habían platicado. El lugar, también tienda de recuerdos y otros artículos, sí estaba abierto pero no tenían esa nieve, no querían entrevistas, ni cámaras ni podían darnos más información.

 

Al final una mujer joven nos vendió nieve de pepino con chamoy, muy buena, a 20 pesos. Entonces me quedé sola con la dueña, una señora de la tercera edad, quien parecía no poder moverse mucho de su silla. Después de las negativas iniciales, me comentó que tenía 50 años de vivir ahí, aunque no es originaria de Mina. Se casó con un hombre, ahora fallecido, cuya familia había habitado el municipio por generaciones, gente a quien pertenece la antigua casa donde ahora está el negocio.

 

Ésta es una construcción renovada por dentro, pero afuera permanece el viejo escudo con un águila sobre la puerta de la entrada. La señora hablaba orgullosa del lugar y de que son “los únicos” en hacer nieve en el área. “Queremos mucho al pueblo”, afirmó, “mis hijos ya se quedaron aquí”. Sobre la famosa pitahaya dijo que este año no habían hecho ni harían, porque la gente se la acabó para usarla en licuados caseros.

 

Entró a la tienda una clienta muy acalorada buscando globos pero no tenían. Salí a la plaza. Afuera ya había niños y jóvenes, algunos con uniformes escolares, aprovechando el wifi público en sus celulares. Regresamos después del mediodía a la carretera para visitar el otro restaurante. Éste se llama Lupita y también anuncia ser “familiar”. El exterior funciona como un estacionamiento improvisado de tráileres cuyos choferes llenaban las cinco o seis mesas del lugar en esos momentos.

 

El comedor es un espacio reducido y oscuro, con una tele empotrada entre el techo y la pared, y una única ventana al exterior. El marco de sillar que funciona como puerta separa a los comensales de la cocina, también pequeña, que cuenta con una estufa y un comal. Ahí se mueven casi espalda con espalda dos cocineras, quienes reciben aire de una ventana que da a la autopista.

 

Alhelí es la mesera, considerablemente más joven que las otras empleadas, quien nos hizo el favor de detenerse cinco minutos a platicar, a pesar de que a esa hora estaba lleno. Nos dijo que es originaria de Mina, tiene apenas dos o tres meses de trabajar ahí, que no cocina, sólo atiende, y que el lugar no tiene más de cinco años de haber abierto. Puede que se trate de un cambio de nombre, pues la señora Rosa, del otro restaurante, nos dijo que antes se llamaba de otra forma.

 

El Lupita abre de 7:00 a 23:00 horas, aquí viene gente del pueblo y trabajadores de paso. Lo más pedido son las milanesas y el bistec, que preparan con salsa, a la mexicana o al comal, pero también sirven fajitas, huevos al gusto, enchiladas y entomatadas.

 

La joven mesera nos habló también de la nieve de pitahaya, pero cuando supo que no había no se sorprendió. “En estos meses va la gente a arrancar la pitahaya de las lomas, se la acaban ellas mismas”, comentó. “están por allá, por la curva. Es una fruta con putitos negros, moradita”.

 

Ante las miradas insistentes de los clientes, Alhelí tuvo que despedirse y nosotros también. No fuimos a buscar pitahaya, ni más restaurantes, y regresamos a Monterrey. De paso conocimos Hidalgo, municipio vecino que en esos días tenía una feria en su plaza central. Acá había gente en la calle, muchos negocios abiertos. Nos detuvimos a comprar un elote en mazorca a 13 pesos y decidimos que tal vez este lugar sería una buena opción para el siguiente mes.

 

 

 

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